Aquel día, Luna decidió empezar a ser feliz, y no encontró mejor forma de intentarlo que ir a dar un paseo bajo la nieve del parque que la había visto crecer, que la había visto enamorarse, llorar de rabia, de impotencia, y en el que durante unos años borrosos ya en su memoria, había sido completa e inocentemente feliz.
Aquella decisión cambió su vida para siempre.
Aquel minúsculo detalle, aquel conjunto de casualidades que hicieron que saliera de su casa a las 10.13 de la mañana de aquel día, sábado, harían que cambiara por completo su forma de entender la vida, que tuviera que dejar atrás todo aquello con lo que había convivido durante 22 años en aquella alegre y a veces siniestra ciudad.
Aquella mañana, el hecho de que ella se tropezara con una piedra, de que se manchara con un charco de barro, que se sentara en un banco casi congelado a limpiarse, hizo que se encontrara por casualidad con un hombre.
Un hombre que la miró fijamente a los ojos, un hombre que quedó paralizado delante de ella, que observó con detenimiento la cicatriz que tenía en su mejilla, y que la acariciaba suavemente mientras ella notaba como se congelaba su respiración, como sus ojos buscaban aterrorizados un rostro que pudiera convertirse en amigo al instante, como sus piernas temblorosas hacían un esfuerzo sobrenatural por mantenerse rectas.
Él seguía allí, inmóvil, con su gélida mano en su mejilla, con los ojos desorbitados, como si en aquel pequeño rastro de violencia tuvieran un significado infinito en su vida.
Allí se mantuvo durante casi cinco minutos.
Cinco interminables minutos en los que ella se sintió desaparecer del mundo, dejando en tierra un cuerpo preso del pánico, dejando en su atmósfera un simple halo de desesperación.
Y fue entonces, cuando sintió que su cuerpo iba a desfallecer, cuando aquel hombre aparentemente tan normal, aquel hombre que únicamente con su presencia había conseguido paralizarle el corazón de miedo, aquel hombre, siguió andando.
Sintió un mareo absurdo, sintió como sus piernas se despedían de su capacidad de control, y por último, una milésima de segundo antes de desplomarse en la blanca nieve, un abrazo sobre su cintura que impedía aquel gélido e inevitable impacto.
Su inconfundible voz:
Vamos a tu casa, haz las maletas, te vas de aquí esta misma tarde.
Nos vamos.
Te ha encontrado.
Una vez más, su casual y perfecta aparición, sus anchos hombros y aquel dulce olor, elegante, sexy, aquel olor que hacía que su inconsciencia se convirtiera en su paraíso.
Ya en el ascensor, haciendo un esfuerzo sobre humano, consiguió reencontrarse con las cuerdas que controlaban el sonido de su voz:
-Y a dónde vamos?
-Vas a comenzar una nueva vida, asique supongo que lo mínimo es que seas tú quien elija donde hacerlo.
-París, quiero ir a París.
Y volvió a desvanecerse en sus brazos mientras sus ojos verdes se fundían en la magia del gris eléctrico de los suyos.
Y en el hilo musical, un "Love in an elevator" con un Steven Tyler que anunciaba el principio del final de aquella vida, su vida triste y gris.
Escribes muy bien...
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